Si hubiera estado esa noche en Buenos Aires, la habría pasado con él.
Pero desgraciada o afortunadamente no estaba, se había ido, me había dejado al igual que mi entusiasmo y mis ganas de hacer de mi vida algo. Estaba completamente sola y porque quería, porque había elegido al único hombre de mi vida que estaba lo suficientemente lejos como para no poder tocarme un pelo.
Elegí una vez más quedarme sola, como hacía tiempo no lo hacía, y preferí dormirme con la seguridad de saber que a la mañana siguiente no tendría que preocuparme por amanecer con culpa o con temor a encontrar las sábanas vacías. La soledad puede no ser muchas cosas agradables, pero si hay algo que sí sabe ser con absoluta devoción es ser fiel. Una vez que te entregas a ella, jamás te abandona, sino que por el contrario te obliga abandonar a todo el mundo y hasta a vos misma.
Apagué el celular, por un momento temí que algún llamado inoportuno lograra convencerme de salir a buscar amor donde definitivamente no lo hay. Sé que lo hubiera hecho, se que hubiese buscado vivir una noche de mentira tan sólo para menguar mi angustia, y también sé que al día siguiente me arrepentiría.
Me sentía presa de mí misma, ¿necesitaba ir al extremo de encerrarme para evitar equivocarme? Cuántas veces ya había sucedido, cuan conciente era yo de lo que hacía y cuánta era mi desesperación por calmar al menos por una noche el dolor, que me hacía pasar por alto mis experiencias negativas y me convencía de volver a cometer mismos errores una y otra vez.
Masoquista sea tal vez. Para mi un beso anónimo es una inyección de morfina.
Me exaspera la simple idea de imaginar volver a lo mismo y recurro a lo que sea para distraer mi mente y esa tentativa enfermiza hacia mi propio cuerpo.
A veces temo que por querer evitar los síntomas de una enfermedad que inevitablemente llevo en la sangre, esté tomándole sabor a otro vicio, casi me atrevería a decir, incluso más dañino que al que ya soy adicta.
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