No obstante, esta sea quizás la época más feliz de su vida.
No tenía a nadie, sí, su mano ahuecaba el vacío, sus sábanas a su almohada y sus sueños se dormían cuando ella despertaba.
El amor podía estar tan dividido, podía tener tantos significados erróneos y acertados. La soledad podía agobiarla en numerosos sentidos, pero jamás en el físico.
Ya no escribía, ya no era distinta. A la hora de responder ¿quién soy? Había una carrera, un trabajo esperando y luego algo sobre estilos de música, novelas románticas y un listado importante con los sitios públicos que frecuentaba.
Era la foto del sábado, el reloj que había ganado y los secretos de madrugada que se llevaba a la cama. Llovía agua y el verano traía consigo calor. No había altura para el cielo, era todo tan exacto a como lo vemos. Y entonces, cada persona en la tierra podía ser capaz de compartir toda su vida a su lado. No había selectos, ni especiales, ni gustos ni particularidades.
Cerró los ojos. Buscó esa estrella que alguna vez le había robado al cielo para tener a dónde huir cuando ya no hubiera más espacio sobre el suelo, y recordó ese deseo inmaduro, de algún día poder ser como el resto.
No cabían dudas, sus lágrimas ahora se mezclaban y perdían entre las gotas de la lluvia, y ella hacía lo mismo, se ahogaba entre el gentío del ancho y vulgar mundo…
Ahora puede ser normal. Ahora las preocupaciones son fácticas, los sentimientos materiales, las expresiones taxativas, ja. Todo se volvía tan descriptivo, tan fácil de traducir. Era lo que mostraba y allí terminaba su ser, el límite se fijaba en los ojos del resto, moría en cada pupila como piel, ropa holgada y tintura rubia.
Esto era lo que siempre quiso, felicidad de la barata, sonrisas de cotillón, alegrías de una noche y mentiras diarias para el corazón.
Vivía sin enterarse que sobrevivir era la cuestión. Pareciera que los años se fuesen tejiendo cuando en realidad estaríamos consumiéndolos. Una pantalla de ficción: la misma realidad.
“Lo que siempre quiso…” le cayó la ficha y sonrió. Prendió otro cigarrillo y le pidió perdón a Dios.
El precio de la felicidad fue perder su locura y convertirse en un número más.
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