Once de la mañana, llega mamá a casa con la primavera estampada en la remera, con un aire liviano e inconteniblemente alegre, llevando en la mano una rosa de plástico. Sí, esas artificiales de tela o de algún material “duradero”, que vienen con una especie de pegamento, algún tipo de sustancia transparente que se solidifica a modo de pequeñas gotitas intentando imitar el ‘rocío’. Una rosa, rosa, artificial. Me da un beso, un abrazo, de esos con mucha carga que vienen esperando desde el anterior cumpleaños o la navidad pasada y me la regala con una sonrisa.
Más tarde, llega papá con la misma envidiable energía. Me dio un beso, agregó un 'feliz primavera princesa' y sacó escondida, detrás de su espalda, una macetita negra con florcitas amarillas... me dijo que la sacara al sol, que la regara y que en unos se iba a ocupar de plantarla en el jardín.
Y por último llegó él, que a esta altura podría llamarse Pablo, José o Eduardo y daría lo mismo. Me dio un beso en la boca con la lengua hundida hasta mi tráquea, me agarró bien fuerte por la cadera y sacó de la espalda un ramo de flores de veinticinco colores distintos, que definitivamente no combinaban, y a modo de galán recitó: “una flor para otra florcita”.
¿Es curioso no? Ya casi diez días desde aquel día, y la flor de mamá descansa en el lapicero de mi escritorio impecable, las florcitas amarillas de papá están durmiendo felizmente en el jardín, en cambio el ramo de Pedro o Nicolás, está completamente marchito, con las hojas en sepia y los tallos doblados.
Sí, puede que un poco de culpa tenga, puede que haya olvidado ponerlas en agua o hasta incluso de haberlas sacado del envoltorio... pero aun así, si me hubiera esforzado en hacerlo... ¿cuánto más creen ustedes que hubieran durado?
El amor es como una flor, algunas duran para toda la vida, otras crecen más y más a medida que pasan los días, y otras... simplemente se marchitan de tanta hipocresía.
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